“Cuando veas un hombre bueno, trata de imitarlo; cuando veas un hombre malo, reflexiona.”
Confucio
Las fiestas de fin de año, siempre traen consigo un tufillo que no me gusta. Hay amigos que me dicen que soy como el Grinch, y que me fijo mucho en los aspectos negativos más que en los positivos.
¿Qué no me gusta de estas épocas?
Las aglomeraciones. A cualquier centro comercial, supermercado, restaurante, carretera u hotel que uno vaya, va a tener que hacer fila.
Los abusivos. Quizá sean las aglomeraciones las que traen consigo que la gente saque lo peor de sí. Precisamente un par de días antes de Navidad, mi esposa estaba comprando algunos regalos de última hora cuando una señora olímpicamente se metió y puso sus compras en la caja. Ante los reclamos, la santa señora ni siquiera se dignó a mirar y así, se salió con la suya. Quién no se ha topado con el desvergonzado que se estaciona en un lugar de discapacitados, la señora gorda que nos empuja en las tiendas de almacén, el que se atreve a arrebatarnos productos de nuestras manos...
Las películas. Odio las películas que tratan de la desaparición de Santa Claus y como ello puede arruinar la Navidad. Se pone acento en un hecho que ni siquiera tiene que ver con la fecha. Me molesta que el gordito de la barba blanca sea el personaje principal de una celebración totalmente distinta.
Los hipócritas. ¿No le ha pasado que hay una persona que le cae mal, y usted sabe que el sentimiento es reciproco, y aún así lo abraza y “le desea todo lo mejor”? Gente que nos desea todos los parabienes; pero sólo de “dientes para afuera”, como si fuera obligación decir ciertas frases a todo el mundo.
Podría seguir, ad infinitum, con esta lista negra; pero tengo que admitir que este año hubo un hecho que me hizo mucho más receptivo al famoso espíritu navideño.
Hace un par de semanas tomé un vuelo de Poza Rica a Ciudad de México, llegando a mi destino alrededor de las 17:30. Aunque soy del DF, temporalmente vivo en Morelia, por lo que decidí salir ese mismo día a mi casa, confiando en hacer las tres horas de trayecto que usualmente hago.
A final de cuentas, estaba tomando la carretera a Toluca a las 20:00, por lo que, muy a mi pesar, me tocó manejar ya sin luz natural.
A la altura de Atlacomulco se reventó un neumático. Independientemente del susto, logré estacionar mi auto en un pequeño supermercado a las afueras de la ciudad. Resignado, me dispuse a cambiar mi llanta, no sin cierto resquemor, ya que en mi vida había cambiado un neumático y mis conocimientos de mecánica son casi nulos.
Mis temores se convirtieron en angustia cuando descubrí que no sabía usar el gato de mi coche. Recordé que a unos cien metros del super había un módulo de la policía federal, lo que me dio un poco de ánimo.
Al llegar al módulo, comprendí que ese no era el mejor de mis días, ya que nadie abrió la puerta. Al parecer, hay un horario específico y no había nadie de guardia.
Regresé a mi auto como corbata de Jaime Mausán: Fuera de lugar, desencajado, sintiéndome absurdo, desamparado, y sin que nadie quisiera siquiera acercárseme.
Cuando regresé al coche, dispuesto a dilucidar los misterios del gato (el del coche), salía una señora con dos niños de aproximadamente 6 y 4 años. Todos ellos con bolsas de compras. Antes de ellos, ya había pedido ayuda a unos dependientes de una gasolinera, por lo que ni siquiera se me ocurrió pedir indicaciones o ayuda a la mujer, que subió a su auto y se fue del estacionamiento.
Después de fracasar en mi segundo intento por descifrar al gato, decidí caminar en dirección opuesta, con la esperanza de encontrar ayuda de alguna manera. Sin embargo, cuando me dirigía a no sé donde, un Volkswagen sedan, de los llamados vochos, viejo y destartalado se me acercó y de ahí salió la señora que previamente había salido del super con sus dos pequeños:
-- Disculpe señor, ¿puedo ayudarle en algo?
Imagínese usted que va manejando en la noche por la carretera y de repente ve a un hombre de 1.83 de estatura, fornido a la orilla de la carretera. ¿Usted se pararía a ayudarlo?
¿Qué oportunidad tenía un tipo como yo, de ser auxiliado por una señora con dos niños pequeños? Más aún: ¿Qué oportunidad tenía de que me ayudara alguien? Hasta ese momento, toda mi esperanza se basaba en ver a los Ángeles Verdes en algún momento.
-- Pues, la verdad... sí señora, contesté, se ponchó mi llanta y la verdad no sé cómo funciona el gato que traigo en la cajuela.
--Mire, me dijo, yo traigo un gato, a lo mejor ese podría servirle.
Atónito, vi como la señora se estacionó de vuelta y sacó de la cajuela el gato, que por cierto, tampoco supe cómo utilizar.
Después de unos 20 minutos de intentos, avergonzado de mi torpeza e ignorancia en la mecánica automotriz y de tener a la señora tratando de ayudarme con dos niños pequeños a las 22:00 a la orilla de una carretera, no salía de mi asombro cuando la sacrosanta señora me dijo solícita:
-- Si quiere, lo llevo a un taller que está acá cerca, para que le ayuden con su llanta.
Pues me subí a su coche, cuya puerta derecha ni siquiera cerraba bien, a unos 40 km por hora a la vulcanizadora que estaba más cerca de lo que imaginaba. A unos 200 metros de dónde me encontraba. Todavía la señora me trajo de vuelta, con todo y mecánico al estacionamiento del centro comercial.
En este punto, yo, con todo el agradecimiento que pude expresar, le pedí a la señora que se fuera a su casa, ya que era muy tarde y no quería que por mi culpa ella estuviera a esas horas en la carretera. Antes de que se fuera; sin embargo, le pregunté cómo fue que ella decidió regresar a ayudarme:
-- Es que cuando me subí a mi coche lo vi muy desesperado y me dije: este señor necesita ayuda. Por eso decidí regresar a ayudarle.
Cuando yo era niño, era común que saliera con mis amigos a jugar a la calle sin necesidad de que algún adulto nos vigilara. En alguna ocasión, hace unos 20 años, me toco pararme en la carretera a ayudar a una familia varada a la orilla de la carretera México-Cuernavaca.
La criminalidad nos ha cambiado. No sólo es el hecho de que podamos ser víctimas de una balacera, un secuestro, un asalto. El mal está mucho más adentro de lo que nos atrevemos a admitir. Los criminales nos han secuestrado en nuestras propias casas. En nuestra propia mente.
Nadie ayuda a nadie, por temor a ser engañado y ser parte de las estadísticas criminales. Ya no hay niños jugando en las calles. Ya nadie confía en ayudar a quienes lo necesitan, ya no confiamos ni en nuestros vecinos.
La inseguridad por la que atraviesa el país nos ha quitado el bien más valioso. La confianza.
Esta es mi historia de Navidad. Una historia dedicada a Luz, la mujer que me enseñó que a pesar del mal que nos circunda debemos retomar nuestra libertad de circular por las calles, nuestra libertad de ayudar a quien lo necesite y dejar de ser un desierto de 112 millones de personas.
danielcastillobriones.webnode.mx
Twitter: @d_castillo_b